Hasta que un día, una dulce niña (o sea, yo) se acercó y comprobó que solamente era una gata que estaba en celo, la cual se arrimaba a todo lo que tenía alrededor. El animalito, instintivamente, no se fiaba, quizás, por eso su mirada resultaba tan aterradora. Pero la dulce niña demostró que el animal solo quería cariño (mucho, quizás demasiado) y el vecindario vio que no tenían de que temer (salvo de sus maullidos).
Al final sus temores de que se colora un gato en la cocina desaparecieron y todos vivían en armonía y paz. Es decir, que los vecinos pasaban del gato y el gato de los vecinos. Fin.